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De “narcogalán” a desfigurado delator del “Chapo”

Sep 2, 2021

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BOGOTÁ.- Juan Carlos Ramírez Abadía, El Chupeta, un narcotraficante colombiano que fue testigo estelar en el juicio contra el jefe del Cártel de Sinaloa, Joaquín El Chapo Guzmán, despreciaba tanto a los delatores que no sólo enviaba a su ejército de sicarios a matarlos con sevicia sino que extendía su venganza a los hijos y esposas de los que él llamaba, con desdén, “sapos”.

Por eso resulta paradójico que El Chupeta haya terminado convertido en lo que más aborrecía durante su vida delictiva: en delator, en “sapo”, como se llama en Colombia a los soplones.

Eso es lo que piensa el exdirector de la policía colombiana, general Óscar Naranjo, quien persiguió durante años al Chupeta hasta conseguir su arresto en Brasil, en 2007, y su extradición a Estados Unidos un año después.

En su libro de reciente aparición, Se creían intocables, Naranjo relata lo implacable y cruel que fue el narcotraficante colombiano con quienes lo traicionaban y cómo, al caer en desgracia tras su captura, no dudó en recurrir a la delación para obtener beneficios judiciales.

El Chupeta, cuyo apodo se debe a su gusto por las chupetas –paletas de caramelo–, declaró contra El Chapo en el juicio al que fue sometido el capo mexicano en una corte federal de Nueva York entre 2018 y 2019.

Años antes, en 2008, durante su reclusión en Brasil, actuó como informante de la policía al revelar un plan criminal del más poderoso narcotraficante brasileño de la época, Luiz Fernando da Costa, Fernandinho, con quien coincidió en la cárcel de máxima seguridad de Mato Grosso do Sul.

Según relata Naranjo en su libro, El Chupeta dijo a las autoridades brasileñas que Fernandinho planeaba secuestrar a Luiz Claudio da Silva, hijo del entonces presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, para pedir por liberarlo su excarcelación y la de otros narcotraficantes.

“A esas alturas, El Chupeta ya estaba en trance de delación”, dice Naranjo a Proceso. Y no era la primera vez que el narcotraficante hacía el papel de “sapo”. Una década antes, mientras cumplía una condena en Colombia, El Chupeta declaró ante enviados de la entonces Procuraduría General de la República de México que el exsubprocurador Javier Coello Trejo y el comandante policiaco Guillermo González Calderoni recibían dinero del Cártel del Norte del Valle para proteger cargamentos de cocaína.

De acuerdo con Naranjo, quien fue asesor de seguridad de Enrique Peña Nieto el sexenio pasado, “esa fue la primera vez que un narcotraficante colombiano de su envergadura implicaba a altos funcionarios mexicanos como socios del tráfico de drogas”.

UN “NARCOYUPI”

A mediados de los noventa, Juan Carlos Ramírez Abadía era el arquetipo de los narcos de nueva generación que habían sucedido a los grandes capos de los cárteles de Medellín y Cali, como Pablo Escobar; Gonzalo Rodríguez Gacha, El Mexicano y los hermanos Rodríguez Orejuela.

En la subcultura narca de la época ese tipo de delincuentes se comenzaron a conocer como “los yupis de la mafia”. Naranjo los persiguió como director de Inteligencia de la policía colombiana, director de Investigación Criminal, comandante de la policía en Cali y director general de la institución.

En su libro, el general señala que a mediados de los noventa, “ya no enfrentábamos a viejos y curtidos delincuentes que se habían iniciado como atracadores o haladores de carros, sino a jóvenes de familias de clase media que incluso habían alcanzado a ingresar a la universidad”.

El Chupeta, según el general y exvicepresidente de Colombia, “era un hábil montador de caballos, con notable capacidad administrativa y gerencial, y con una presencia personal que lo hacía aparecer ante sus muchas admiradoras como un seductor de telenovela, un galán de televisión”.

Oriundo de Palmira, El Chupeta estudió ingeniería industrial pero nunca terminó la carrera porque en su camino se cruzaron los jefes del Cártel de Cali, Gilberto y Miguel Rodríguez Orejuela, a quienes conoció en el mundo de los caballos de paso fino. Ellos vieron en el joven jinete aptitudes de líder mafioso por su inteligencia, su seriedad y su personalidad recia.

En 1987, a los 24 años, Ramírez Abadía comenzó a enviar cargamentos de cocaína hacia Estados Unidos, varios a través de México, en sociedad con Amado Carrillo Fuentes, El Señor de los Cielos, y El Chapo Guzmán.

En 1995, cuando fueron capturados los hermanos Rodríguez Orejuela, El Chupeta ya era un acaudalado narcotraficante con propiedades en Colombia, Panamá, Nueva York, Los Ángeles y Chicago. Había construido una empresa criminal integrada por sicarios, abogados, testaferros, corredores de bolsa e intermediarios bancarios que encontraron nuevas fórmulas para lavar activos en paraísos fiscales y en los mercados financieros internacionales.

“Una fortaleza del Chupeta giraba alrededor de su oficina de abogados y contadores, que lo asesoraban en cada paso que daba”, señala Naranjo.

El brazo derecho y hombre de mayor confianza del Chupeta era su contador, Laureano Rentería, quien por instrucciones del capo llevaba un registro minucioso de todos los ingresos y gastos de la organización.

Naranjo recuerda que en su estructura de seguridad, el narcotraficante contaba con “temibles delincuentes”, como El Cucaracha, El Pescuezo y El Diablo.

Estos sicarios comandaron el ejército que el capo utilizó para consolidar su poder dentro del Cártel del Norte del Valle y perseguir a sus enemigos.

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