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despierta sonora

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ALEGORÍAS

Jul 14, 2023

El cenzontle

Jesús Huerta Suárez/COLUMNISTA

DESPIERTASONORA

No cabe duda; nadie sabe para quién trabaja. Y mira que esperar todo un año para poder disfrutar de los duraznos de mi árbol es mucho decir, pero nunca pensé que ese mismo tiempo lo esperó un cenzontle para lograr el mismo cometido. 

No es que sea egoísta, solo que mi árbol da tan contados frutos, quizá por el clima tan cálido de esta tierra, o porque les falte agua, y porque me gustan tanto que, aun que no pensaba compartirlos con nadie, se me hacían pocos…

Pero el destino no lo quiso así, pues, día a día, conforme se  maduraba la fruta, un robusto cenzontle se los fue comiendo uno por uno. Y cuando se llenaba, picoteaba los demás y los dejaba como “apartados” para el otro día. Quizás pensaba que con esos trinos, que me sonaban a cantos, mientras comía, me los estaba pagando. Por eso no estaba tan enojado con él, más bien sentía pena pues al parecer era un ave agradecida que pagaba cantando lo que se comía, pero comía tanto y cantaba tanto que de tan gordinflón y distraído, un día no pudo volar y llegó un gato y se lo comió. 

Ahora no tengo ni duraznos, ni cenzontle. 

A ver si para el otro año.

Los Regalos

Una fría mañana de diciembre, en la víspera de Navidad, abordé el tren de pasajeros que me habría de llevar a mi tierra en Sonora. El deseo por ver de nuevo a mi familia y amigos me llenaba de alegría. En el vagón todo eran caras felices y cuerpos abrigados. Las ventanas no dejaban pasar mucha luz, pues el vaho del invierno las cubría… 

En cuanto acomodé mis maletas en los estantes, me senté. Al poco tiempo el tren inició su recorrido lentamente, muy lentamente, como solía hacerlo, hasta que el fuego de sus entrañas era tanto que comenzaba a acelerar. La mayoría de los que íbamos en el tren éramos estudiantes, los demás eran abuelos que iban a algún lugar a visitar a sus hijos y nietos. Precisamente, mi compañera de asiento era una señora ya mayor, yo le calculé arriba de 60 años. Luego me di cuenta que era una señora muy parlanchina, pues desde que se subió al tren no paraba de hablar, y en cuanto se sentó junto a mí me sacó platica; me preguntó que si qué estudiaba y le dije cortante que estudiaba para licenciado, pues lo que menos quería en ese momento era hablar de la escuela. Para pronto me comenzó a decir licenciado. Licenciado para acá, licenciado para allá. Unas horas después me dijo que si podía decirme sobrino y me pidió que le dijera tía. Al rato les dijo a los demás pasajeros que yo era su sobrino. Y yo, pues, no vi nada malo en tener una nueva tía, así que también le comencé a decir tía. Ella iba a Mazatlán a visitar a unos parientes. 

Y así, entre el chaca, chaca y el puu, puu del tren, llegamos al puerto. Era la media noche; hacía mucho frío. Íbamos dormidos y enchamarrados hasta la cabeza. Sólo se levantaban los que habían llegado a su destino, los demás seguíamos enroscados en nuestros asientos para no enfriarnos. De repente, “mi tía” me jaló del brazo, y me dijo:

— “Sobrino, ya llegamos a Mazatlán, me podrás ayudar a bajar mis cosas, que son muchas”. 

De mala gana le pregunté que si cuáles eran sus cosas. Ella me contestó, señalando con el dedo,  —“son de la caja amarilla esa, a aquel veliz azul”. 

Uno a uno fui bajando los paquetes que me dijo,  y en unos cuantos minutos el tren partió de nuevo, y todos regresamos a nuestros sueños. La próxima parada sería en Culiacán, y en un par de horas llegamos y yo, por supuesto, seguí plácidamente envuelto en mi chamarra, hasta que de repente alguien me despertó tocándome el hombro bruscamente. Abrí los ojos y tenía ante mí a un señor de sombrero y dos señoras diciéndome que les contaron que yo le había dado sus cajas y maletas a “mi tía”. Se notaban muy molestos. Y yo les contesté que si de qué cajas y maletas hablaban, y cuál “tía”. 

—“No te hagas el tonto— me dijo el señor, —nos dijeron que tú le bajaste el equipaje a “tú tía” en Mazatlán”. 

Al ver lo serio del asunto traté de aclararles que en realidad la señora no era mi tía y que ella había inventado eso. Comenzamos a discutir, hasta que, gracias a Dios, y por su condición de gente sencilla, se hicieron a la idea que les habían robado. Ya después, en la calma tras la tormenta, les pregunté tímidamente que si qué llevaban en esas cajas, y me dijeron muy tristes que eran los regalos para sus hijos y nietos. Se me hizo un nudo en la garganta, pero yo sabía que no había actuado de mala fe; fue “mi tía” quien les robó los regalos de Navidad.

Viaje a la Luna

Para mí vecino, “el loco del barrio”, como se le conocía,  celebrar la llegada del hombre a la Luna fue todo un suceso ese verano, pues llenó su casa con todos los recuerdos que pudo conseguir.  Sacó copias de muchas de las fotos que se publicaron aquel 20 de julio de 1969, y las pegó por toda su casa. La clásica imagen de la huella de Neil Armstrong sobre la faz de la luna fue la más repetida y la más grande. Las colocó de tal manera que te iban llevando paso a paso hasta la sala principal de su casa, en donde sería la conmemoración dicho acontecimiento. Puso lunas de plástico que iluminó por dentro, haciendo que el “conejo” luciera impresionante, y sus ojos brillaban. También, con piedras pómez o piedras volcánicas, en realidad no sé, simuló las rocas lunares que fueron traídas por los astronautas, y las colocó alrededor del gran pastel en forma de la nave espacial Apolo 11 con todo y el cohete Saturno V que lo impulsaba,  que mandó hacer especialmente para la fiesta, a la que invitó a la mayoría de la gente del barrio, especialmente a los niños. 

La invitación, además de curiosa por llevar un águila a punto de posarse sobre la Luna teniendo como fondo la tierra, venía firmada con los apellidos de los tres astronautas, Armstrong, Collins y Aldrin, lo que a más de uno le dio risa.

Cuando el reloj marcó las 13: 32 horas, el momento preciso en que fue lanzado el Apolo 11, procedió a partir el pastel, pero antes pidió a todos que se acercaran a la mesa principal, en donde les obsequió pequeñas réplicas del módulo lunar Eagle, el vehículo que utilizaron para el alunizaje. Para tomar, inventó una bebida a la que llamó LOX, en referencia al oxígeno líquido que sirvió como combustible de la nave, hecha a base piña y naranja con agua mineral. Una vez juntos, apagó las luces haciendo que los adornos con la forma del astro lucieran más brillantes, y así, a la luz de la luna, levantó el cuchillo para partir el pastel y repitió las palabras de Neil Armstrong cuando el presidente Kennedy le preguntó lo que significaba para él estar pisando la tierra: “Este es un pequeño paso para el hombre pero un gran paso para la humanidad” y procedió a cortar el pastel.

Mientras degustábamos el pastel, “el loco del barrio”, preguntó que si alguien quería decir algo. Un señor levantó la mano y narró cómo aquella tarde de 1969, él, junto a otros niños habían visto en una televisión Zenith blanco y negro el gran acontecimiento, y de cómo desde ese día las cosas en el mundo fueron diferentes pues ¡El hombre había conquistado la luna!

La fiesta terminó cuando el precoz Alvin, el niño de al lado, dijo: — “Y ustedes que les creen que pusieron al hombre en la Luna. ¡Son mentiras! todo fue armado en un estudio de televisión”, y se echó a reír.

Un perro muy dulce

En mi barrio vivía un niño muy simpático pero muy travieso. Se llamaba Benjamín, quien era hijo único de unos señores muy amables que lo consentían en todo. Benjamín era un niño pecoso y de pelos parados color naranja. Él estaba un poco gordito, pero eso no le impedía ser ágil y juguetón. Siempre andaba corriendo tras el balón de futbol, paseando a su perro o haciendo cualquier travesura que se le ocurriera, como tocar timbres, tirar huevos a las casas o poniendo chicles en el asiento de los profesores. Su perro se llamaba Choco, supongo que por ser color chocolate. Eran inseparables. Siempre lo llevaba a todas partes y le compartía de todo lo que él comía, porque Benjamín tenía debilidad por los dulces, y siempre estaba comiendo alguna paleta, galletas o cualquier otro caramelo. Decía que los dulces le daban fuerza y le alegraban la vida. Siempre, en cuanto de daban su domingo, corría a la tienda de la esquina y se lo gastaba todo en chuchulucos. Lo mismo hacía en el recreo en la escuela, pues en lugar de ponerse a jugar se ponía a comer algo de su vasto repertorio. Es por algo que aún no cumplía los doce, pero ya tenía varias visitas al dentista. Cuando iba a las fiestas se ponía más de una vez en la fila de las bolsitas alegando que no aun no le habían dado la suya. 

Cuando cumplió los catorce su amor por lo empalagoso no había disminuido, al contrario, cada día comía más y más caramelos, al grado que le pusieron de sobrenombre “Golosino”, pero no le importaba que lo llamaran así.

Era de llamar la atención que en más de una ocasión su perro terminó en el veterinario, pues, aunque le había prohibido que le diera ese tipo cosas a su mascota, él lo seguía haciendo. Su perro era como su cómplice de atracones, y ya comenzaba a verse bastante robusto también.

Se puede decir que el “Golosino” tenía un cierto tipo de adición al azúcar, pues no había poder humano que lo hiciera desistir a este gusto que tenía, hasta que de pronto comenzó a tener problemas, pues el dinero que le daban ya no le alcanzaba para satisfacer sus “necesidades” y pensó en una manera de resolverlo, por lo que pidió trabajo de paquetero en un lugar que él consideraba el paraíso: El Palacio del Dulce. Y, como era cliente asiduo del lugar, no dudaron en darle trabajo por las tardes.

De igual manera, el dinero que ganaba con las propinas que le daba la gente, lo invertía comprando todo tipo de confites, y solo guardaba un poco de dinero para dárselo a su mamá.

Una noche, poco antes de cerrar la tienda, se le ocurrió una forma de hacerse de una gran cantidad de caramelos: robárselos. Para lograr su propósito fue y le quitó el seguro a una de las ventanas que daba para el callejón y en la noche, mochila en mano, una gran mochila o quizá una maleta, se metió por la ventana y la llenó de sus dulces favoritos. Tomó una gran cantidad de productos, después de comer todo lo que se le antojó, se devolvió muy discretamente a su casa. Ya en su casa sacó el “botín” y lo extendió sobre su cama y el piso de su cuarto para contemplarlo un rato, y después los guardó bajo llave en las puertitas de su clóset. 

Al otro día, el dueño de la tienda se dio cuenta que le habían robado y dio aviso a la policía, quienes aseguraron que darían con el ladrón. La noticia del robo pronto la supieron muchos, incluyendo a los padres de Benjamín, pero estaban seguros que su hijo era incapaz de hacer algo como esto.

Tres días después llegaron las vacaciones de verano, y el “Golosino” se fue de visita con sus abuelos. Horas después de su partida, su perro lo comenzó a extrañar y lo buscaba por todas partes de la casa y por el barrio. La noche siguiente sus papás escucharon que el perro estaba llorando. Entraba y salía desesperado del cuarto de Benjamín. Cerca de la media noche escucharon ruidos extraños y subieron a ver qué pasaba, y encontraron al perro rascando con todas sus fuerzas las puertitas del closet. Su padre no lo pensó dos veces, y con una barra de fierro forzó la cerradura hasta que las pudo abrir. Al hacerlo, docenas de paquetes de dulces de todo tipo cayeron al suelo, entonces el “Choco” se lanzó sobre ellos y comenzó a comérselos desesperadamente. En ese momento descubrieron que su hijo había sido quien se robó los dulces del almacén. Al otro día sus padres fueron por él y lo trajeron de regreso. Más tarde su padre pasó a pagarlos y a pedir disculpas a su patrón, quien lo perdonó, pero no se salvó de pasar todas las vacaciones castigado.  

La cosecha 

Entre los surcos del campo se escuchó una fuerte discusión:

— ¡Yo soy la vida! —gritó la semilla.  

La tierra, no conforme con eso,  amenazó con convertirse en un triste baldío. 

Entonces, el agua, molesta, vociferó a los cuatro vientos:

— ¡Sin mí,  la tierra, ni la semilla, son nada!

Después el Sol afirmó tajante:

 — ¡Sin mí energía, ni la tierra, ni el agua, ni la semilla dieran fruto alguno! 

Al escuchar esto Tezcatlipoca, el señor del cielo y de la tierra, fuente de vida, tutela y amparo del hombre, origen del poder y la felicidad, según la mitología Mexica, dijo: 

— “Mis queridos amigos, nunca hay que olvidar que todos somos uno, y uno somos todos, y todos nos necesitamos para poder vivir.”

En ese momento la semilla, la tierra, el agua y el Sol se dieron la mano y se pusieron juntos a trabajar. Después llegó el hombre, y cosechó los frutos.

El árbol

Juan era un poco flojo y siempre dejaba todo empezado. Sus papás ya no sabían qué hacer para motivarlo a terminar lo que iniciaba. Tan es así, que ni lo que le servían de comer se lo acababa diciendo que más tarde lo haría. Lo mismo pasaba con sus obligaciones caseras. Era fácil ver paredes de su casa a medio pintar, rompecabezas a medio armar y cajones a medio acomodar. Siempre decía “al rato le sigo que la vida es larga”. Aun así, su padre siempre lo ponía a hacer algo para que se hiciera responsable, y lo regañaba diciéndole que si no cambiaba su forma de ser nunca conseguiría un buen trabajo. 

Una mañana de sábado se comprometió a podar un árbol del patio de su casa. Y así lo hizo. Muy temprano sacó la escalera, un machete y un hacha, y comenzó a cortarlo. Cuando iba a la mitad del corte le llamaron por teléfono para invitarlo a jugar basquetbol. Por supuesto que aceptó, y bajó la escalera de un brinco, se puso tenis y shorts y se fue a jugar con sus amigos, sin siquiera avisar que saldría.

Ya casi a la hora de comer a su padre se le ocurrió hacer una carne asada en el patio. Puso el carbón, arregló la mesa y se dispuso a asar la carne, a hacer la salsa y el guacamole, entre otras cosas. Ya cuando estaba todo listo llamó a la familia. Como fueron llegando sus hermanos y su madre se sentaron a la mesa y se dispusieron a comer… —“Mmm que rica te quedó la comida, papá”— dijeron todos. Después de unos sabrosos tacos y frijoles rancheros, su madre los sorprendió con un pastel de chocolate y café. Justo cuando terminaba de servir el postre comenzó a soplar un fuerte viento que levantó el mantel, haciendo volar las servilletas y los platos de cartón… “No se preocupen”— dijo su padre—“ustedes sigan disfrutando su pastel, que pronto pasará el ventarrón”…y en eso estaban cuando se escuchó un fuerte crujido. Al levantar la vista vieron que una rama del árbol se les vino encima. Solo uno de sus hermanos alcanzó a saltar a un lado, a los demás les cayó el tronco encima golpeándolos fuertemente. Los lamentos no se hicieron esperar y la sangre  pringó por todos lados. Su padre, malherido, tomó el teléfono y llamó a la Cruz Roja. En unos minutos estaban levantando a la familia para llevarla al hospital. Desde ésa vez, Juan nunca volvió a dejar nada empezado.

Chímpi, el muñeco 

Un sábado por la tarde José Luis conoció por primera vez un ventrílocuo. Contó que al principio le dio mucho miedo el extraño muñeco, pero terminó por gustarle. El creía que el muñeco era de carne y hueso y por eso podía “hablar”.  Esa fue una tarde inolvidable para él y muchos otros niños y grandes que no paraban de reír con las ocurrencias de la marioneta.

Muchos años después, José Luis seguía recordando aquel día en que su padre lo llevó a ver al ventrílocuo. Aunque, ahora, sabía que esos muñecos no tenían vida propia, y que la voz que se escuchaba salía del vientre del señor que lo manejaba. Para este tiempo él ya había terminado de estudiar y comenzó a trabajar. 

Una noche, después de ver a varios niños enfermos en el hospital en donde trabaja, se le ocurrió que él podría llevarles un poco de alegría con una de estas marionetas, así que mandó a hacer uno al que bautizó con el nombre de Chimpi. Después de meses de practicar aprendió a hablar con el estómago, e inventó algunos chistes que presentó ante los niños del hospital. Luego recorrió todas las escuelas de la ciudad con su presentación pero no lograba que los niños se rieran. A pesar de que sabía que no les estaba gustando a los niños, decidió seguir intentando, y así pasó mucho tiempo, intentando, porque sabía que lo que estaba haciendo valía la pena.

Una noche, después de un día de mucho trabajo, José Luis cayó rendido de cansancio a la cama. Ya en la madrugada, cuando aún seguía dormido, Chimpi lo despertó diciendo que ya estaba cansado de tanto trabajar sin tener éxito, y le aseguró que todo se debía a que les contaba muchas mentiras a los niños e insistía en verlos como adultos. 

Al ver lo que estaba pasando, José Luis casi se muere del susto de ver que el muñeco había cobrado vida. Seguro estoy soñando, —pensó— pero no, la marioneta tenía vida propia y le estaba reclamando:

—“¡No entiendo por qué le dices a los niños que deben ser como los adultos, y que se pongan a aprender muchas cosas para cuando tengan que trabajar, cuando los niños solo quieren jugar y reírse!”—gritaba Chimpi.

— ¡Estás equivocado!— contestó José Luis. — ¡los niños vienen a este mundo a aprender!… ¡Y no se te olvide que aquí mando yo!— exclamó

— “¡No! ¡Los niños, más que aprender nos vienen a enseñar; ellos son chispitas de luz y felicidad que nacen del amor, y tienen el gran poder de su imaginación para resolver los problemas del mundo!…Ellos son como el amanecer de cada nuevo día lleno de esperanzas y alegrías, y cuando se están riendo te das cuenta que no todo está perdido”.

José Luis no sabía qué contestar ante lo que decía Chimpi, pues sabía que le estaba diciendo la verdad.

—“Tenemos que cambiar nuestra manera de ver las cosas, y no olvidar que nuestro trabajo es hacer que los niños se rían mucho, porque la sonrisa de un niño es lo más puro que hay; los niños son la bondad que los adultos hemos olvidado, y ahora, antes de que crezcan tenemos que divertirlos y darles buenos ejemplos”— aseguró el muñeco.

Desde entonces se invirtieron los papeles, y Chimpi pasó a ser el ventrílocuo y José Luis el muñeco de carne y hueso. La fórmula les trajo mucho éxito y los hizo famosos en todo México y en  Estados Unidos. Chimpi y su muñeco parlanchín llenaban el lugar a donde quiera que fueran.

El novio de mi mamá

Una mañana de domingo tocaron a la puerta de mi casa. Así como andaba en pijamas, fui a abrir. Al hacerlo, me encontré con un señor que traía un ramo de flores en la mano. Le pregunté que si qué se le ofrecía y me dijo que buscaba a Evangelina. 

¿Evangelina? ¿Mí mamá?— le pregunté. 

—“Sí. Le puedes decir que la busca Pedro, por favor”. 

Entonces llamé a mi madre…  ¡Mamá¡ te busca un señor Pedro. 

— ¡Voy, hijo! gritó desde su recamara, — y pronto bajó a recibirlo. 

¡Wow! estaba bien arreglada y perfumada, se veía hermosa. 

—Ven mijito, quiero presentarte a Pedro—me dijo, y extendí mí mano para saludarlo.

  —Pedro es mi novio, mijito.  

¡Quééé! ¿Cómo qué tú novio, mamá? ¡Me quise morir al escuchar eso! 

Por favor no te pongas así, entiende que no es nada malo que tenga novio— dijo serenamente. Tú padre murió hace siete años, desde que tú eras un bebé y desde entonces he estado sola; necesito a alguien más para compartir nuestras vidas, y él es un buen hombre, ya lo irás conociendo, —aseguró. 

No supe qué decir, y di media vuelta y me fui a ver televisión. La noticia me tenía impactado. No lo podía creer… ¡mi mamá tenía novio! 

Poco a poco Pedro me fue ganando; me ayudaba a hacer la tarea, nos llevaba al cine, era muy amable con mi mamá y le ayudaba con los gastos de la casa. Después me contó que con flores y palabras bonitas la había conquistado. No puedo negar que desde entonces luce sonriente y optimista. Tiempo después se casaron.

De eso ya han pasado algunos años y siguen juntos, pero sé que no ha podido olvidar a mi papá, de quien sigue teniendo muchas fotos por toda la casa, y suele recordar frases que él decía. Nunca he visto que se bese con Pedro frente a mí, y se pone roja cuando le toma la mano, pero sé que se quieren mucho. Yo aprendí que es muy cierto eso de que “para cada roto siempre hay un descocido”, como dice mi mamá.

Los problemas

           —Mijito, ¿qué es lo que tienes? Te notó preocupado.

“Es que tengo muchos problemas en la escuela, papá”

¿Problemas? ¿Qué tipo de problemas puedes tener, si eres solo un niño?

“Muchos, y no sé qué hacer”

—Te daré un consejo. Cuando sientas que tus problemas son muy grandes como para olvidarte de sonreír, mira al cielo de noche; observa la luna y las estrellas y verás que somos tan pequeños comparados con el Universo, como para preocuparnos más de la cuenta.

La Culebra

— ¡Si las culebras no hacen nada! ¿Qué no saben que las culebras no muerden?  —Grité molesto cuando me dijeron que por mí culpa Verónica tuvo un infarto que la tenía encamada, y sin poder hablar…,

 Resulta que un sábado por la mañana fui a desayunar al centro, después, para bajar la comida, decidí caminar por un tianguis que se ponía por ahí. Al rato de ver docenas de puestos me encontré uno en donde vendían mascotas. No tenía interés de comprar nada, sólo me divertía viendo las tortuguitas, hámsteres, peces y demás animalitos. Ya cuando me iba, el que despachaba me dijo,

— “Joven, llévese esta culebrita, se la damos bara, bara…” 

     Y para qué quiero yo una culebra, —le contesté. 

—“¿Cómo para qué? ¡Si son la mejor manera de acabar con las ratas! Y no dan lata porque ellas solas encuentran qué comer; se comen todo tipo de insectos; cucarachas y lo que es mejor… ¡Se comen los alacranes y viudas negras que son mortales!” — dijo emocionado el vendedor.

Ante tales argumentos y por solo quince pesos, me hice de la mentada culebra, que me la puso en una bolsa de papel con orificios para que respirara, y me devolví a mí casa. Desde que venía en el camión comenzó la diversión al ver la cara de horror que todos ponían al ver mí mascota. Aun cuando sabían que no mordía, a todos les causaba daba miedo. 

En cuanto llegué a la casa, solté al réptil. Se movía rauda y zigzagueante por todas partes. Luego pasaba días perdida en los rincones. De repente en la noche se metía entre las cobijas, o la encontraba adentro de mis zapatos y me asustaba, más cuando me estaba bañando y me pasaba entre los pies…se sentía horrible. 

La verdad es que ni yo, ni nadie de mi casa, se pudo acostumbrar a este animal. Era desagradable la situación. Así que después de las quejas de todos, decidí deshacerme de ella. Pero no la solté en el monte, porque supuse que moriría, y mejor la metí en una bolsa y me la llevé para ver si unos amigos la querían, pero no, nadie la quiso, así que se me hizo fácil jugar una broma a las vecinas, y, sin que se dieran cuenta, solté la culebra adentro de su casa. 

Dicen que con solo verla Verónica se infartó, y al caerse se golpeó la cabeza…,

¡¿Cómo me iba imaginar que Verónica les tenía fobia?! ¡Si las culebras no hacen nada! 

Noche de brujas

En la noche de Halloween, la noche de brujas, Alex y unos amigos de la escuela se disfrazaron para salir a pedir dulces. Solo querían divertirse y hacer una que otra travesura. En eso, uno de ellos sugirió que fueran al Túnel, una colonia al poniente de la ciudad, en donde había unos callejones muy oscuros. La idea era hacer un poco tétrico el recorrido, más cuando se decía que en ese lugar rondaba un alma en pena que espantaba a quien tuviera la mala suerte de aparecérsele. Claro, yendo en grupo qué miedo les iba a dar, y se fueron caminando hasta esa colonia.

Después de recorrer varios callejones, se dieron cuenta que en ese lugar los vecinos no acostumbraban a dar dulces a los niños en esta fecha, y decidieron regresarse a sus casas. 

Alex vivía muy cerca de ahí, por lo que se separó del grupo y tomó un atajo para llegar lo más pronto posible a su casa para poder terminar de hacer la tarea. Hacía algo de frío, y las hojas de los árboles parecían silbar con el paso del aire. Era una oscura y sin luna. Reinaba un silencio sepulcral y eso le permitió escuchar que alguien le llamó. Volteó y no vio a nadie. Pero escuchó de nuevo el llamado, y observó lo que le parecieron un par de ojos brillando en la oscuridad. Al acercarse a la voz que le llamaba,  se dio cuenta que parado junto a un árbol, estaba un hombre de unos 50 años de edad que le pareció muy misterioso. 

—Qué se le ofrece—le preguntó.

  —Quiero saber por qué andas vestido de Diablo — le contestó con una voz muy áspera.

—Nomás lo hice para asustar en el día de brujas. Usted sabe que el Diablo es solo un truco inventado para atemorizar a los niños— argumentó.

Y el hombre comenzó a reír a carcajadas, mientras encendía un cigarrillo.

  —Debes saber que el Diablo sí existe; él es el rey del averno y no tiene que trabajar. Él simplemente se sienta en su trono a esperar que casi todos los hombres del mundo caigan rendidos a sus pies. —Pobre Dios —siguió, en cambio, ése sí tiene que sudar, y mucho, para evitar que la gente caiga en mis garras, — y comenzó a reír de nuevo como desquiciado. 

—Pero, cómo puedes ver, yo le llevo la delantera en esta carrera infernal, aseguró. 

Mientras hablaba, sus ojos rojos irradiaban una extraña energía, y parecían como un par de hoyos negros que lo querían jalar. Sentía mucho miedo. El intenso olor que emitía le provocó malestar, pero el señor seguía hable y hable, diciendo que sus discípulos eran quienes solo quieren el poder para oprimir a los demás; los que viven esclavizados a los vicios que destruyen los hogares; los avaros que cambian el ser por el tener; los egoístas que solo piensan en sí mismos…a Alex no le gustaba lo que estaba pasando, pero seguía escuchándolo. Estaba temblando y sudaba frío. De pronto la bolsa de dulces se le cayó de la mano y se agachó a recogerla. Al levantar de nuevo la mirada él señor ya no estaba ahí. Solo quedó una fuerte aroma a azufre y un cigarro prendido, y aprovechó para salir corriendo despavorido, prometiendo no apartarse nunca del camino.   

Moscas vivas

Desde que Rogelio era niño, sus compañeros de escuela decían que no estaba “muy completo”; como quien dice “que le faltaba un veinte para el peso”. Sin embargo, el pequeño siempre tenía alguna ocurrencia que hacía reír a los demás; por ejemplo, se ponía trajes de súper héroes imaginarios que el mismo diseñaba y durante todo el día le daba rienda suelta a su fantasía; o contaba simpáticas historias de personajes, también imaginarios, que siempre tenían un final chusco, como el del joven que caminaba de reversa porque quería ver el mundo diferente, pero siempre terminaba estampado en un poste o que caía en un hoyo. 

Por su misma forma de ser, distraído e ingenuo, durante su estancia en la primaria y la secundaria fue blanco perfecto para todo tipo de bromas de sus compañeros; lo bueno es que no se tomaba las cosas a pecho y nunca cargó con rencores hacía los demás. Él se sentía simplemente, diferente.

Cuando terminó la preparatoria decidió que no estudiaría ninguna carrera universitaria. Sus padres después de muchos intentos por hacerlo cambiar de opinión desistieron, y lo dejaron hacer los que quisiera, pero, eso sí, le advirtieron que tendría que conseguirse un empleo para que se mantuviera económicamente. Su falta de concentración y pericia hicieron que anduviera de trabajo en trabajo sin lograr especializarse en nada. El problema no era únicamente que no supiera enfocarse para resolver sus responsabilidades, en realidad el detalle estaba en que constantemente cambiaba de intereses; un día quería ser ayudante de veterinario y al otro ser bombero. Así pasó muchos días de su vida: “cambiando de camiseta”.

Los constantes cambios de oficio de Rogelio lo fueron dejando un poco confundido y con los bolsillos vacíos. Su padre lo regañaba, mientras que su madre le decía que lo más importante en la vida era ser servicial, sin embargo siempre andaba buscando cómo ganar algo de dinero. 

Un día se encontró con unos compañeros que había tenido en la escuela, luego de un intercambio de saludos, les comentó que andaba en aprietos económicos. De inmediato uno de ellos le dijo: 

—“Yo te puedo ayudar a ganar dinero. Te daré 50 pesos por cada mosca viva que atrapes. Nos vemos en este mismo lugar dentro de una semana y te pagaré lo acordado por cada una”. Rogelio estuvo de acuerdo, pues para él, atrapar moscas vivas, no tenía ninguna dificultad. Se dieron la mano y salió corriendo a su casa para conseguir el recipiente adecuado y comenzar a atrapar los bichos. Al segundo día de labores ya llevaba unas treinta. A él no le importaba lo que ganaría, sólo quería demostrarles a sus padres que podía generar ingresos.

Pasó la semana y  acudió a la cita. Llevaba cientos de moscas en el recipiente y una enorme sonrisa en su cara. Al momento apareció su amigo y tomó el recipiente en sus manos.

— ¿Cuántas moscas vivas habrá aquí? Le preguntó. 

Él, lleno de orgullo, le contestó que unas trescientas, pero que solo le pagara cien. El retador comenzó a reír fuertemente y estrelló el frasco en la banqueta diciendo: 

—“Si estas moscas fueran vivas no se hubieran dejado atrapar”… mientras seguía riéndose como loco.

Mira mamá, sin dientes

Todo comenzó la mañana del viernes 26 de mayo del año pasado cuando recibí la tan esperada llamada del taller de pintura de don Jacinto, en donde metí solicitud de empleo, y me dijeron que me llamarían antes de que se terminara la semana, y así lo hicieron. Yo no tenía teléfono, pero les di el número de unos vecinos, y fueron ellos quienes fueron corriendo a mi casa para avisarme que había sido contratado.

Me pidieron que me presentara el lunes en la mañana. El primer día me dieron instrucciones de lo que tenía que hacer, y me comentaron que se venía una etapa de harto trabajo, que por eso me habían contratado aunque no tuviera experiencia. Y así fue. Para el tercer día de labores ya tenía mi primera responsabilidad importante, ya que junto con el yerno de don Jacinto, tendría que pintar la tolva de una compañía de cemento.

Llegamos temprano a la fábrica. Era una mañana fresca y despejada. Conforme fui subiendo los escalones que me llevarían a lo más alto fui sintiendo cómo el viento soplaba más fuerte y era más húmedo. La vista desde 10 metros de altura era extraordinaria. Me sentí libre.

Primero tendríamos que fondear la lámina para evitar la oxidación. Luego aplicar el color definitivo, que era un verde esmeralda. Di los primeros brochazos y supuse que pintar esa tolva era pan comido. Sin pensarlo dos veces di un paso hacia atrás y sentí como el vacío me jaló, lo bueno fue que estaba amarrado al barandal de la estructura, pero resultó, para mi mala suerte, que el pasamanos se desoldó con mí peso y caí al vacío. Los segundos que duró la caída fueron sólo eso, segundos… pero fue el tiempo suficientemente para que imágenes de mi vida pasaran ante mis ojos de una manera sorprendente.

Caí de pie, y el impulso me aventó de nuevo al suelo. Mi cara se estrelló con el pavimento arrancándome la nariz, los dientes frontales y un pedazo de lengua que salió volando de mí boca. El dolor era horrible; como nunca lo había sentido. La sangre me brotaba por la nariz, los oídos y la boca. Me dolía hasta el alma; mis gritos eran de un desgarrante tormento. De pronto, alcancé a oír a lo lejos la sirena de una ambulancia que se acercaba. Cada vez que me trataban de levantar volvía a sentir un horrible dolor en todo el cuerpo. Seguía consciente, y fue hasta que me subieron a la ambulancia cuando perdí el sentido.

Una semana después desperté del estado de coma. Mi familia estaba a mí alrededor. Lucían ojerosos y cansados. El doctor tenía una hoja con el recuento de los daños: dos piernas rotas, cadera hecha pedazos, columna arqueada, lengua cercenada, pérdida de dientes y nariz, costillas fracturadas, vísceras perforadas. Estaba enyesado de pies a cabeza. Estaba más p´allá que p´acá. No me morí porque diosito no lo quiso, pero estaba hecho pedazos y sufriendo como nunca te lo desearía.

Han pasado ya cuatro meses y sigo en una cama del seguro. Sondas por todos lados; medicinas a todas horas y piquetes y operaciones constantes. Las lágrimas de mis ojos ya se han secado. Le he reclamado a la vida. He perdido mi salud y todavía no se quien está pagando los gastos pues no tenía seguro social, mi patrón no me dio.

La recuperación ha sido dolorosa. Ahora soy paralítico y tengo el rostro desfigurado, pero si un día pudiera volver a pintar a una altura como esa les aseguro que, al menos unas tres veces, me voy a amarrar muy bien. Ahora ya sé cómo 10 metros te pueden cambiar la vida cuando menos piensas. Cuando me siento mejor alcanzo a bromear diciendo,  mira mamá, sin dientes, y abro la boca.

Lucha de titanes

En plena madrugada se escucharon sendos vozarrones que pudieron oír  hasta los sordos. Nadie sabía de dónde venían tales gritos, ni quienes eran, pero todos podían estar seguros de que en algún lugar del pueblo se estaba dando una acalorada discusión…

—“¡Es en El Pasado en dónde se vive mejor! ¡Por eso a la gente siempre quiere estar recordando los tiempos idos!”— clamó uno.

—“¡Te equivocas!  ¡Lo que pasa es que la mente es caprichosa y solo recuerda lo bueno, pero todos quieren huir del Pasado y vivir El Futuro!”—gruñó otro.

—“¡¿Cómo van a querer vivir en El Futuro si no lo conocen?! ¡No te hagas tonto; lo desconocido siempre causa temor! ¡No!  ¡El Futuro no existe; el Pasado sí! ¡No te hagas falsas ilusiones, estás acabado!”— reclamó uno.

— “¡No! ¡No! ¡No! ¡La memoria te ayuda a recordar lo bueno para no arruinar El Presente y ver con optimismo El Futuro! —Así es cómo debe ser”—alguien refunfuñó.

— “¡No te confundas! ¡Por algo la vida siempre te ofrece una segunda oportunidad, y se llama Mañana! ¡El Pasado ya está rancio; marchito; caduco; No mas no sirve!”— le replicó.

—“¡Vaya que eres torpe, pues El Futuro no existe;  nadie puede predecir ni controlar El Futuro; depende del azar y no de ti, y eso es una tragedia!”—le refutaron.

—“¡Ustedes dos, sí que están mal— argumentó alguien más, golpeando una mesa— pues todos saben que es un error arruinar El Presente recordando un Pasado que ya no tiene Futuro!”

—“¿¡Y cómo puedes negar que a veces es bueno volver al Pasado para mejorar El Presente?!”—le cuestionaron.

—“¡Es muy sencillo; hay momentos en los que debes ver El Pasado, aprender la lección y continuar hacia El Futuro!”—razonó.

—“¡Sé que es difícil dejar ir El Pasado si no hemos aprendido del mismo, pero, tan pronto aprendemos de El Pasado y lo dejamos ir, mejoramos El Presente!”—impugnó.

—“¡Está bien; está bien, — dijo uno— pero si olvidas El Pasado estás condenado a vivir un Presente sin historia y un Futuro sin Presente!”.

…Conforme fueron surgiendo los primeros rayos de luz, la discusión fue bajando de tono, y de pronto se escuchó: 

—“Dejemos de pelear, — demandó uno—pues bastantes problemas tiene ya la gente para agobiarlos con nuestras dudas”.

—“Está bien—concluyeron—  pero que quede claro que  hay que aprender del ayer, vivir para el hoy y esperar el mañana, sin dejar de cuestionar las cosas, sin olvidar que solo existe El Presente; que solo El Presente está vivo, está aquí y ahora fluyendo por la vida”.

Desde ese día la gente del pueblo comenzó a ver la vida de forma diferente.

La tortuga iluminada

Roberto estaba muy triste porque atropellaron a su perro, y andaba desesperado porque no sabía cómo decirles a sus padres que había reprobado tres materias en la escuela. Se sentía solo y derrotado. Le daban ganas de llorar solo de acordarse de su fiel compañero, y no tenía ánimos de hacer nada. En eso llegó su mamá, y le pidió que buscara en el patio una linterna que traía perdida. Entonces salió y se puso a buscar la dichosa linterna por todos lados, hasta terminar gateando entre un altero de cajas y tiliches en un rincón del patio. Estando ahí, alcanzó a ver entre las cajas del fondo un par de ojitos negros que brillaban muy sutilmente, lo que captó de inmediato su atención; se acercó hasta ellos y cuidadosamente removió la hojarasca que los enmarcaba, para descubrir que era una tortuga que no sabía cómo había llegado hasta ese lugar. La levantó y la miró a los ojos. Entonces la tortuga dijo quedamente: 

—“Veo que este mundo y sus problemas te están ganando la pelea; veo que  desperdicias miles de preciosos segundos de existencia sufriendo por cosas que tienen remedio; y siento que nunca estás satisfecho.”

Roberto se quedó sorprendido, no tanto porque la tortuga hablara, sino por lo que estaba diciendo…

—Y tú, ¿Cómo sabes eso de mí? ¿Quién te lo ha dicho? —le preguntó, asombrado.

Entonces, el animal levantó un poco la voz y dijo:

—“Lo sé porque yo fui humano en mi otra vida. Y siempre estaba afligido por el acontecer en el mundo; así paso mi existencia sin darme cuenta que el tiempo era sólo un invento más del hombre, y que lo que realmente le daba sentido a estar vivo era tener la mente atenta en cada momento para poder disfrutar de todas las bellezas que el mundo nos ofrece. Se trata de no vivir con miedo”—afirmó.

—“Tú has lo que puedas—sugirió, y déjale a la vida lo que no. Vive sin culpas, sin sufrimientos. Goza, aun cuando el mundo se afane en querer hacerte llorar”— dijo sonriente.

Para ese momento su ansiedad se había esfumado. En eso la tortuga se dio media vuelta para regresar a su cuevita, mientras decía:

— “Mira lo que soy ahora, una simple tortuga, lenta y con todo el tiempo del mundo para estar bajo tierra sin ningún contratiempo, mirando la rueda dar vueltas, pero sin poder amar.”

Justo en ese momento Roberto encontró la linterna que andaba buscando.

El baúl

Justo cuando comenzaban las vacaciones de verano, el pobre Pablo se quebró una pierna. Estaba muy triste porque no iba a poder salir a jugar con sus amigos, mucho menos montar en bicicleta que tanto le gustaba.

 Después de varias semanas de encierro en su casa y sin mucho qué hacer, se acordó de un viejo baúl que por años había estado en el fondo del closet de sus papás, y, sin pensarlo mucho, se dispuso a abrirlo. Adentro encontró fotos familiares que nunca había visto; unas de cuando estaba recién nacido y otras más de sus primeros años de vida. Junto a las fotos halló algunos discos LP que le llamaron la atención, pues nunca había tenido uno en sus manos. Eran de esos de vinilo negro que ya no se usaban. Los comenzó a ver uno por uno. Era música de los años sesentas y setentas. Las portadas le parecieron obras de arte. Y en eso estaba, cuando de pronto llegó su papá, quien se sorprendió de encontrarlo husmeando en su viejo baúl. De inmediato le comenzó a platicar las historias de las fotos y sobre los acetatos. Le contó que esas viejas canciones lo acompañaron durante varias etapas de su vida; desde su adolescencia rebelde hasta su madurez, pasando por sus momentos tristes, y por su época idealista de la juventud. 

La emoción de su padre al ver sus viejos discos fue tal, que los ojos se le llenaron de lágrimas, y afirmó que en ese baúl había un tesoro musical invaluable para él. Aseguraba que era un universo revuelto de añoranzas. Le contó que ése viejo cofre, que una vez fue azul, se lo había regalado su abuelo quien lo había comprado en una tienda de antigüedades, y se lo dio cuando se casó con su madre. El baúl ya estaba muy maltratado por el tiempo, pero todavía le servía para guardar fotos, recuerdos y sus discos preferidos para dárselos algún día a sus nietos.

 Juntos le fueron quitando el polvo y reacomodaron las cosas. De pronto su padre se levantó y corrió a encender el viejo tocadiscos que tenían arrumbado en la sala. Las notas musicales comenzaron a surcar el aire y los ojos de su papá volvieron a humedecerse. Pablo estaba emocionado de poder compartir ese momento tan especial con su viejo, quien fue poniendo en el tornamesa cada uno de los elepés. Eran canciones de un grupos como The Beatles, Bob Dylan, los Rolling Stones, Queen, entre otros. Pablo nunca había oído este tipo de música, pero se sintió cautivado y se dejó  llevar por las melodías imaginando cómo habrían sido los años de juventud de su padre.  Estaba compartiendo los sueños que un día tuvo él. La música y las fotos los tenía ahí, juntos, reviviendo viejos tiempos; siguiendo el ritmo con los dedos; disfrutando en grande de los rasgueos de la guitarra, las notas del piano, los gloriosos violines y el ritmo frenético de la batería, al grado que se les enchinaban la piel.  En ésa valija el tiempo se detuvo, guardando las ilusiones tejidas por el ánimo de su padre y de muchos hombres y mujeres.

Cuando menos pensaron era media noche; se abrazaron y cada quien se fue a soñar a su mundo propio. Desde entonces el viejo baúl ocupó un espacio muy importante en sus vidas.

El zoológico

Hubo una vez un pueblo en que todos estaban contra todos, y en donde nadie escuchaba a nadie. La violencia se había apoderado de las calles. En donde la gente quería más y daba menos. En donde los estudiantes no podían aprender porque los maestros no tenían nada nuevo que enseñar. Un lugar en donde los políticos se olvidaron de servir a la gente, y solo buscaban servirse de la gente. En donde los policías cuidaban a los delincuentes y en donde los padres preferían comprarles cosas a sus hijos, que darles buenos ejemplos y cariño. En donde los periódicos en lugar de decir la verdad, se dedicaban al negocio de callar. Un pueblo que hizo un basurero de sus mares, ríos y lagunas. Era un lugar triste, en donde la esperanza de un futuro mejor no existía y en donde faltaba amor, mucho amor.

Pero algo se tenía que hacer, y fue entonces cuando el último León que quedaba en el zoológico de Villa Flores se reunió con algunos de los tantos niños sin hogar que había, y pensaron que era necesario motivar a todos los chiquillos y animales a comenzar un nuevo proyecto de vida. Una vez juntos, tomaron el destino en sus manos pues descubrieron que todas las fallas se debían a que los adultos no estaban cumpliendo con sus responsabilidades. Entonces, los niños y los animales unidos comenzaron a poner el ejemplo de cómo deberían ser las cosas. Pasaban horas planeando y jugando a que eran una gran familia, y fueron demostrando que la unión y el respeto entre los demás eran necesarios para vivir mejor. 

—“Nadie como los niños y los animales, aseguraban, sabemos lo que es bueno para el mundo”.

Entonces, de las aves y las jirafas aprendieron a ver las cosas con altura; de los felinos tomaron la astucia; de las serpientes y tortugas, la paciencia. De los monos la fraternidad; y de todos ellos, aprendieron la importancia de ser libres.

Al poco tiempo la alegría regresó a las calles, y el dinero, por lo que tanto daño se le había hecho daño a la tierra y por lo que peleaba la gente, pasó a ser una simple herramienta de trabajo. El odio y los malos entendidos quedaron en las jaulas del viejo zoológico, y la tierra entera se convirtió en un campo de juego en donde todos vivieron muy felices.

El Señor de los insectos

Grande fue mi sorpresa al encontrarme frente a frente con “El Señor de los insectos”. ¡No lo podía creer! Tenía frente a mí al tipo más extraño del  barrio y encima me invitó a cenar a su casa. Me tomó por sorpresa y no supe qué contestar…, y terminé aceptando. 

¡Pero, eso me pasa por metiche! Quién me manda escuchar todo lo que la gente dice de él. Total que, para cuando menos pensé, ya tenía una cita para encontrarnos de nuevo pero, ahora, ¡en su casa! Solo me quedaba esperar la fecha…,

Y pasaron los días y se dio el momento de vernos de nuevo…,

¡Toc, toc, toc!— llamé a su puerta…,

—“Bienvenido a está mi humilde morada. Adelante, pasa” —dijo amablemente tendiéndome  la mano. 

—“Anda, pasa y ponte cómodo, que estoy por servir el almuerzo” —agregó.

Pasé, y para pronto estaba recostado en un sofá viendo al techo esperando a que se desocupara. De reojo lo veía maniobrar en su mini cocina. No sé qué estaba preparando, pero olía muy bien. En eso estaba, cuando escuché ése extraño ruido que hacen las cachoras besuconas, o cuijas. En unos segundos,  no solo las podía oír, ¡las estaba viendo! Y no era una, ni dos, eran varios de esos reptiles escamosos, de tamaño mediano, caminando ágilmente por el techo. Unas estaban devorando arañas y moscas, mientras que otras, al parecer, andaban de conquista amorosa tronando besos. En eso, el “Señor de los insectos” se acercó y me convidó a sentarme a la mesa. Pero no era un comedor de los que estamos acostumbrados. Más bien era una pequeña mesa de centro de unos 40 centímetros de alto.

—“Siéntate, que al cabo hay mucho suelo”— y comenzó a reír mientras se sentaba en el piso. 

Ah, bueno, vamos a comer tipo oriental, — pensé—, e hice lo mismo. 

Dispuso los platos para servirnos, y puso al centro lozas con arroz, acelgas, salsa negra y ¡gusanos de maguey y chapulines! Por supuesto que estas “delicadezas” como les decía, me dieron ganas de vomitar nomas con verlas, pero a la hora de probarlas no me supieron nada mal, y hasta me repetí.  De tomar, sirvió un té caliente de jengibre, según me dijo. Por un lado puso galletas saladas y unos ¡palillos chinos! 

La verdad, todo se veía muy bien, pero ¿¡Cómo podría comer sin tirar nada al suelo!?

—“No te preocupes por eso, que se aprende rápido”—y dio el primer bocado. 

—Mmm, qué sabroso le quedó todo—señalé— y mientras batallaba para comer con los palillos, y le aseguraba que haría lo posible por no tirar nada al piso.

—“No hay ningún problema; tú come todo lo que puedas, que alguien comerá lo que no puedas”—y soltó un carcajada.

Al terminar de comer le solicite el baño para enjuagarme la boca. Al cerrar la puerta encontré unas hormigas en la pared que llevaban a cuestas varios grillos. ¡Subían en ángulo de 90 grados! con tremenda carga en comparación de ellas. No cabe duda, recordé, la unión hace la fuerza. 

Al terminar de usar el baño, regresé al sofá en el que estaba. No me van a creer, pero estaba frente a mí un verdadero ejército de hormigas ¡recogiendo todas las migajas que había caído al piso! iban ordenadas en filas cargando piezas de arroz, restos de galletas, pedacitos de chapulín y demás alimentos. En sí, eran una especie de recolectoras muy eficientes que en unos minutos dejaron el piso libre de restos de alimentos. 

Al agacharme para verlas más de cerca, descubrí bajo la mesa y bajo el sillón varios termiteros que al tocarlos se derrumbaron soltando docenas de estos insectos que se movían incontrolablemente. Entonces el señor sacó de una caja una hermosa iguana de color azulado, que en unos minutos acabó con las termitas. 

El tiempo pasó rápido y cuando menos pensé ya era casi de noche. Al despedirme me dijo— “no te vayas aún que quiero enseñarte mi colección de mariposas”, entonces salimos al patio y me mostró docenas de mariposas que volaban libres entre las flores. Había de todos colores; era una estampa muy bella, por cierto. Y ahí, platicando de sus mariposas se hizo de noche completamente, entonces, de la nada aparecieron ¡cientos de luciérnagas! No lo podía creer; era un espectáculo maravilloso. Dijo que para que sobrevivieran tenía que estar muy húmedo el ambiente, y que esos destellos de luz eran para comunicarse entre ellas. Con un encendedor me mostro miles de pequeños caracoles y babosas que estaban en la tierra y que reproducía  para que tuvieran que comer sus cocuyos. Su patio era una especie de jungla en donde habitaban arañas, luciérnagas, mariposas, mosquitos y otros insectos. Me contó que desde niño le habían fascinado todo tipo de bichos, y que había comenzado a estudiar la carrera de entomología, pero que al morir su padre tuvo que dejar la escuela para trabajar, pero nunca olvidó su pasión por los insectos. Entonces entendí de dónde venía su sobrenombre.

Los salvadores del mundo

Las cosas andaban tan mal que el mundo estaba de cabeza; eran tiempos en que todos estaban contra todos, y en que nadie escuchaba a nadie, lo que me preocupaba de sobre manera, así que me puse a buscar por todos lados una solución, y decidí escarbar en mi memoria y en el fondo de mi corazón, hasta que encontré el recuerdo de unos súper héroes que siempre habían estado “al pie del cañón” y con una sonrisa en los labios, dispuestos a dar lo mejor de sí para guiar con sabiduría a las nuevas generaciones, a pesar de la bola de años y achaques que los agobiaban. Eran los Abuelos.

Entonces fui corriendo a decirles que millones de niños necesitaban de su ayuda. Que necesitaban de nuevo contar con la dicha de convivir y crecer junto a ellos, quienes les habían dado alas y raíces a sus retoños, pero para que ahora velaran por los hijos de sus hijos. 

No se podía negar que había padres que eran malos con sus hijos, pero dudaba que hubiera abuelos que lo fueran con sus nietos…

Y es que con la llegada “modernidad” se olvidaron de los Abuelos  y era necesario que todos los niños fueran de nuevo a dar a la casa de los abuelos. Entonces fue como si el destino se hubiera confabulado para bien de la humanidad. Y, aunque muchos de ellos eran viudos y estaban solos, encontraron en sus nietos  una nueva razón de vivir, y los obligó a sacar juventud de su pasado.

Era un hecho que la sociedad actual les pagó con una bofetada su experiencia y su dedicación al trabajo en el pasado al negarles un quehacer en el presente, y ellos vivían muy tristes,  pero quizá Dios tenía otros planes para los viejos, y volvieron a servir como fuente de ejemplo e inspiración para las nuevas generaciones que necesitaban sus consejos y uno que otro regaño para que fueran mejores.

Entonces se comenzó a ver por todos lados a niños que los llevaban de la mano a la escuela o al parque y, así, tomados de la mano, descubrían como un viejo corazón y uno nuevo podía latir al mismo ritmo. Los venerables veteranos estaban haciendo hasta lo imposible por que nada les faltara; renació de nuevo la armonía y evitó que el mundo se acabara…las convivencias en familia renacieron, y, aunque quizá lloraban en silencio por sus problemas y dolencias, siempre estaban sonriendo. Su piel arrugada y marchita era tersura a nuestras manos. Y sus cabellos blancos, eran chispas de sabiduría; sus pies de plomo no les permitían ir más rápido que lo que nuestras cortas piernas podían dar.

Era seguro que entre padres e hijos no hubiera mucho entendimiento, pero ahí estaban los nietos en el regazo de los salvadores del mundo.

Madre solo hay una

Cuando estaba cayendo la noche fui a dar un paseo por el centro de la ciudad. Andando por ahí escuché de pronto unos lamentos que no sabía exactamente de dónde venían. Los sollozos me inquietaron y quería saber qué estaba pasando. Voltee para todos lados, hasta que alcancé a ver un par de ojos que brillaban en la oscuridad. Poco a poco me fui acercando, y descubrí que era una señora madura la que gemía. Su cara, aún bella, estaba marcada por pequeños surcos que quizá fueron provocados por las lágrimas. Su pelo estaba enmarañado, pero era de un maravilloso color café en diferentes tonalidades. Su vestido era azul-verde; era como un enorme ropaje que cubría su gran cuerpo redondeado. El correr del viento hacía que su cabello volara para todos lados, causando una serie de remolinos que me impedían mantener la atención. En sus manos regordetas tenía un paño de algodón que un día debió ser blanco, pero que ahora lucía sucio y gastado. Observando con disimulo noté que lo que una vez pudo haber sido un hermoso vestido color turquesa, ahora estaba roído y con manchas de aceite por doquier…

— ¿Qué le aflige? gentil señora—pregunté.

— “Es que me duele mucho lo que está pasando… y solo espero que el creador del universo me perdone a mí y a todos mis hijos”—dijo con voz lastimosa.

—Pero, dígame qué le pasa—insistí.

—“Mira —murmuró—sucede que yo tuve muchos hijos; tantos como hojas tiene ése árbol; y durante toda mi vida les di lo mejor de mí. Los cuidé, los alimenté, les di abrigo, les di noches de luna y días de sol; por mis venas corrieron cual ríos de agua dulce, el mayor de los amores para todos ellos. Les regalé  montañas y valles; los mares, el viento y las nubes del cielo. También les di una gran variedad de animales de donde comieron y se ayudaron. Los arrullé con el canto de miles de aves de todos colores, y lavé sus cuerpos con la miel de las flores; durante muchísimos años todo fue vida y dulzura entre nosotros, hasta que un día todo cambió, y el amor y la comprensión se convirtieron en avaricia y ambición cegando los corazones. Comenzaron a pelear entre ellos hasta sucumbir, y dejándome a mí herida de muerte, es por eso que ahora me encuentras en este sucio callejón llorando por el mal que mis propios hijos se han hecho. Nunca pensé que mi propia sangre me traicionara; sino me dieron amor, cuando menos respeto esperaba, pero ni eso. Pero estoy segura, que junto a mí, todo va a terminar, pues lo que le haces a tu madre, te lo haces a ti mismo”. 

La señora mirando al cielo,  concluyó diciendo,

— “Qué he hecho yo para merecer esto”— y cerrando sus ojos y brazos, comenzó a llover lágrimas…

Entonces descubrí que estaba frente a mí madre;  nuestra madre, la Madre Tierra, que pedía clemencia.

Señor Bullying

‘Ja, ja, ja, ja, ja,’ estallaron de nuevo las carcajadas en el patio del colegio, mientras Daniel trataba de no llorar. Esta no era la primera vez que terminaba de cara al suelo y con los lentes aplastados; y ni con todas las burlas de los niños y el dolor que le afligía, podía dejar de sentir coraje que sentía cada vez que era abusado.

           —“Yo no tengo la culpa de ser chaparrito, usar lentes y tener tantos lunares en la cara”, —decía el pobre Daniel, quien desde el primer día de clases en esta su ¡tercera escuela!, sufría maltratos por su apariencia.

         —“Que no entienden que los niños venimos a la escuela a aprender y no a pelear, díganme qué he hecho yo para merecer esto”—se preguntaba una y otra vez sin obtener respuestas.

         —“Por favor Dios, ayúdame, me siento tan solo y no sé cómo soportar esto”, —rezaba en la soledad de su hogar. Y por más que buscaba otra escuela en donde se adaptara y se sintiera a gusto,  no lo lograba. Su madre le preguntaba por qué siempre estaba solo, pero él estaba muy asustado para contestar…

          Camino a la escuela sentía miedo de llegar; a su corta edad supo lo que era estar angustiado.

        “Ñoño”, “torpe”, “niño de la mami”, “cuatro ojos”, “enano” “manchas” eran tan solo algunos de los muchos sobrenombres que le gritábamos para hacerlo sufrir. La escuela se había convertido en un tormento para él, mientras que otros lo gozábamos. —“Díganme qué he hecho para merecer esto”— musitaba en silencio… “¿Por qué me meten el pie; por qué se ríen de mí; por qué me patean; por qué se burlan de mi familia; por qué no me aceptan como soy; por qué me quitan mis cosas, si yo no pedí nacer así y ahora tengo que soportar todo esto?” —Preguntaba, mientras que en su cabeza seguro retumbaban las carcajadas de todos. “Si al menos tuviera dinero que darles para que me dejen paz” imploraba, mientras seguía sin poder encontrar una explicación del por qué estaba pasando por esto…

          Aunque ya han pasado muchos años, no ha pasado un día sin que me arrepienta de haber tratado mal a Daniel y a otros niños cómo lo hacía. Ahora, veo con tristeza que la costumbre de maltratar a quienes se ven débiles o con algún defecto físico sigue presente, aunque ahora le llaman Bullying, se sigue haciendo sufrir a los niños. Y me duele en el alma ver que ahora al menos uno de mis hijos sufre en silencio por esta situación. En verdad quisiera devolver el tiempo para cambiar todo eso que hice mal; devolver el tiempo para pedir perdón a quienes tanto hice sufrir. Ahora comprendo que nadie debe de tratar de imponer su poder y dominio sobre otro estudiante mediante intimidaciones, amenazas, insultos, agresiones físicas y humillaciones,  pero tuvieron que pasar muchos años y vivirlo en carne propia con mi hijo para comprender lo mal que estaba. Buscando enmendar el daño que hice en el pasado, ahora voy de escuela en escuela platicando con los niños sobre la violencia escolar; me dicen el señor Bullying.

Los árboles

Cuentan que un día hubo un problema entre los árboles del bosque, ya que unos estaban molestos, pues los robles, por ser tan corpulentos, no dejaban pasar la luz. En ese momento todos los demás se unieron para darle solución a este inconveniente. Entonces los hombres, cansados de los pleitos y gritos de los árboles, buscaron justicia para todos y resolvieron el conflicto de la única manera que sabían: con hachas y sierras…

Y mientras los niños jugaban miles de metros cuadrados de bosques estaban desapareciendo de la tierra sin que nadie hiciera nada  por evitarlo. El exterminio de la naturaleza se convirtió en el juego favorito del hombre, y la tierra se fue haciendo cada día menos verde. 

Los árboles no comprendían por qué el hombre hacía esto, pues sabían que sin ellos la vida en la tierra ya no iba a ser posible, y lloraban desconsolados. Tampoco podían entender cómo era posible que siendo ellos quienes les daban madera para sus casas, frutos para comer, papel para escribir, los protegían del Sol, les daban hermosas flores y aromas, pero, sobre todo oxígeno para poder subsistir, los estaban acabando.

Los pobres veían con tristeza cómo también la contaminación de la tierra comenzaba a enfermarlos, y cómo la falta de vegetación estaba provocando el temido cambio climático y  desastres naturales. Tenían que hacer algo. Entonces llamaron a los pájaros y les pidieron que formaran un ejército de niños para que fueran a hablar con los presidentes de todos los países del mundo. Los niños no eran recibidos por los mandatarios, entonces se disfrazaron de monedas de oro y por fin fueron escuchados. Les hicieron entender que no quedaba tiempo que perder para iniciar una revolución verde. Los hombres poderosos fueron conmovidos por las palabras y los llantos de los pequeños, y juntos comenzaron a plantar árboles por doquier. Pusieron todo tipo de matas. Los pájaros se unieron llevando semillas por todos los rincones del planeta, entonces la tierra comenzó a recobrar su belleza y esplendor, y el mundo se convirtió en un enorme pulmón verde. Después de todo, es de humanos reconocer que los árboles son anhelos de la tierra para asomarse al cielo.

El paraíso en la tierra

Miranda estaba muy aburrida y salió a caminar. De pronto se encontró con un indigente que buscaba algo en la basura. Era una de esas personas con el pelo enmarañado, la cara sucia y en harapos. Conocidos también como pordioseros. Se le quedó viendo de pies a cabeza, un poco sorprendida, pues nunca había estado tan cerca de un hombre que vivía en esas condiciones. El pobre tenía un fuerte olor muy desagradable, en cambio, su mirada serena le inspiró confianza. La confianza suficiente para sacarle platica.

Qué buscas en la basura, — le preguntó — mientras le sugería que mejor se buscara un trabajo. 

Él sólo escuchaba y la miraba de reojo. Se veían como extraños que eran. Ella le preguntó de nuevo qué buscaba ahí, y en voz baja este le contestó: 

—“Hola niña, me llamo Donato…solo busco algo qué comer. Esto no es el paraíso, pero quizá halle algo para no morirme de hambre”. 

¿El paraíso? ¿Y qué es el paraíso?—le respondió sorprendida.

De manera pausada, dijo:

—“El paraíso es un trozo del cielo en la tierra. Son esos momentos que se viven en una comida familiar. Es ver una buena película junto a alguien que quieres. Es tomar  a tu hijo de la mano. Es escuchar el canto de los pájaros. Es oír una canción que te emocione. Es el no tener miedo de vivir. Es, también, tener a alguien a quien escuchar. Leer un buen libro. Sentir la brisa del mar. La felicidad de no tener que pedir y poder dar. Es poder ver la luz del día…todo eso es el paraíso”.

— “¿No lo sabías?”—le cuestionó

Bueno, es que no es tan sencillo como tú crees— dijo Miranda.

Entonces se echó a reír, haciendo que ella se sintiera confundida.

Sin más que decir, Miranda continuó su camino. Al llegar a su casa se recostó viendo al techo tratando de entender lo que había dicho Donato, hasta que se quedó dormida.

Al despertarse por la mañana,  abrió su ventana, miró al cielo y sonrió. 

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